Higiene del asesino

Higiene del asesino es una novela de una escritora belga llamada Amélie Nothomb, una escritora «tan conocida como desconocida», según escribió Tamara Andrés en este mismo sitio.

Nothomb para mí era desconocida, lo admito. No sabía a lo que me enfrentaba al comenzar su libro. De hecho, lo que me motivo a abordar esta novela fue la reseña un tanto genérica que encontré en línea:

«Al anciano Prétextat Tach, premio Nobel de Literatura y acérrimo enemigo de las entrevistas, sólo le quedan dos meses de vida. Al hacerse pública la noticia de su próximo fallecimiento, en plena guerra del Golfo, periodistas de todo el mundo solicitan un encuentro con el novelista. Sólo cinco lograrán su propósito; los cuatro primeros serán víctimas de la arrogancia y capacidad destructiva de un genio decidido a vengarse del mundo despreciándoles y sometiéndoles a toda clase de humillaciones.»

A primera vista me pareció que se trataba de una de esas escritoras que escriben para otros escritores (como Roberto Bolaño o Jorge Luis Borges), lo que no quiere decir que sea malo, pero sentía que no estaba con la disposición anímica para uno de esos libros. Desde el momento que su personaje principal es un autor ganador del nobel supuse que el libro se iría por las grandilocuencias y pretensiones propias de quienes se dedican (o aspiran a dedicarse) a ese oficio. Atiné a medias (o me equivoqué a medias).

Por un lado, Nothomb sí expía muchos de los demonios y supersticiones que penden sobre la cabeza de los escritores, eso sí, sin volverse engorrosa ni cansina. Por supuesto que esto no quiere decir que ella tiene la última palabra, pero tiene una perspectiva bastante interesante.

Pero el libro también aborda el otro lado de la moneda: los lectores. Aquí es donde me quiero detener.

En ese sentido, una idea es la que más fuerte me abofeteó: los lectores-rana.

¿Qué son los lectores-rana?

Si estás pensando que se trata de un apelativo peyorativo, estás en lo correcto. Así explica esta especie de lectores el errático Prétextat Tach, con su característico tono ácido:

«Hay muchas personas que llevan la sofisticación hasta el extremo de leer sin leer. Como hombres-rana, atraviesan los libros sin mojarse lo más mínimo.»

Aunque el concepto sea inédito, la idea que encierra no lo es tanto, y se suma a un largo debate sobre la acción misma de leer ficción: ¿cómo se mide la calidad de una lectura? ¿Qué tan intensamente puede trastocarnos la vida el leer ficción? ¿Es posible siquiera que una novela, o un cuento, o un poema por sí solo logren desconfigurar nuestra visión del mundo?

Como digo, el debate puede extenderse entre pláticas y cervezas (o cafés para los más beatos), pero para el protagonista de esta novela la respuesta es clarísima:

«(Los lectores-rana) constituyen la inmensa mayoría de los lectores humanos y, sin embargo, no descubrí su existencia hasta muy tarde. Soy tan ingenuo. Creía que todo el mundo leía como yo; yo leo igual que como: no significa únicamente que lo necesito, significa sobre todo que entra dentro de mis cálculos y que los modifica. Uno no es el mismo si ha comido morcilla que si ha comido caviar; uno tampoco es el mismo si acaba de leer a Kant (Dios me preserve de hacerlo) o a Queneau. Por supuesto, cuando digo «uno» debería decir «yo y algunos más», ya que la mayoría de la gente emerge de Proust o de Simenon sin inmutarse, sin haber perdido ni un ápice de lo que eran antes y sin haber adquirido un ápice de más. Han leído, eso es todo: en el mejor de los casos, saben “de qué se trata”. No crea que exagero. Cuántas veces he preguntado a personas inteligentes: “¿Este libro le ha cambiado?”. Y me miraban con los ojos muy abiertos y aspecto de decir: “¿Por qué quiere usted que cambie?”».

¿Por qué un libro querría que cambiásemos?

Es muy probable que la intención del escritor no sea ni remotamente esa. Y sin embargo los libros, como cualquier otra experiencia, tiende forzosamente a modificarnos incluso en los aspectos más nimios. Pero lo que plantea el incendiario Tach va mucho más allá: son realmente pocas las personas en el mundo que pueden realmente leer, el resto se dedica a pasar sus ojos sobre páginas, entender de qué se trata la historia o el tema de lo que leen, y más nada. Estoy presintiendo que Nothomb quiso caricaturizar al lector promedio, al lector snob, a los que consumen libros con total desparpajo, sin reparar demasiado en qué se está leyendo realmente. ¿Un signo de nuestra época? Quizás, pero la lectura frívola no debería ganarnos la batalla.

Comentarios

comentarios