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José ya estaba acostumbrado a la atención y a los grupos de curiosos que lo seguían por los caminos de piedra de su pueblo de Puno, Carabaya, aunque todos lo hicieran por las razones equivocadas.

Su condición era la culpable.

Sus rasgos faciales, pelo y extremidades, desde su niñez habían empezado a perder todo color y forma abajo de la piel blanca, la cual poco a poco había adoptado una cualidad y textura como de papel. Su transformación de niño tímido a libro de colorear ambulante nunca le dio la posibilidad de descubrirse a sí mismo, obligándolo constantemente a aceptar el cambio impuesto por los desgastados crayones que pasaban de mano en mano en una suerte de grafiti callejero.

Sus piernas eran la que más sufrían con los dibujos colorinches de los niños, los cuales a medida que crecían iban encontrando su redención en el tronco superior de su cuerpo con dibujos más sobrios y coherentes. Este fenómeno, casi como un rito de pasaje había siempre condicionado su look facial más serio y apático. Además, era más fácil cubrirse las piernas que la cara. No se salvaba tampoco, particularmente en días festivos, de algún bromista esporádico con sus dibujos obscenos.

Se había prácticamente convertido en un símbolo de diversidad en el pueblo, y esto hizo que se corriera la voz, al punto que en dos ocasiones un fotógrafo lo había venido a buscar para retratarlo. La mayoría de las veces se olvidaba cómo era por fuera, y más todavía, por dentro, obligado a medirse anímicamente más que nada por cómo lo miraban los demás del pueblo. Él sin embargo, así como luchaba por tener más control sobre su estado emocional, por alguna extraña razón no podía dibujarse a sí mismo, salvo débiles rayas incoloras que parecían hechas con una lapicera sin tinta.

Después de varios berrinches que lo dejaron sin espejos en su casa se le hizo imposible verse. Sus familiares y amigos por su parte no lo dejaban tener espejos porque sabían que empeoraban sus humores. En ocasiones se escapaba a hacer catarsis al borde de una quebrada de agua clara y admiraba con terror su rostro, descubriéndolo por primeras veces en el reflejo cristalino, como gotas de lluvia que nunca son iguales. Veía también cómo el agua se dibujaba a sí misma entre cada parpadear de sus ojos, transformándose en algo nuevo aunque ella no lo quisiera y trataba de proyectar esa cualidad en él. La veía fluir, agua de agua desconocida, agua de agua sin dueño, bailando sin permiso, sin tener nunca una cualidad propia, y si la alcanzaba era muy esquiva, disolviéndose inevitablemente entre las burbujas; era su naturaleza. Después de sus momentos de contemplación siempre intentaba secretamente dibujarse una sonrisa pero al arrimarse más sobre el agua se daba cuenta en el resplandor de su reflejo que ya la tenía.

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