Al hacer una lectura crítica de esta época zafia y sinsorga en la que nadamos, y evitando caer en el pesimismo −cosa que por otra parte puede resultar inevitable−, sería conveniente reflexionar acerca de la función que desempeña la educación. Nada nuevo bajo el sol, naturalmente. Pero como el futuro es algo en continua construcción, sopesar si habrá mejora o no para buena parte de la ciudadanía en lo referido a su desarrollo económico, laboral, educativo y cultural, resulta, cuanto menos, poner en tela de juicio la perversión que hay en las políticas educativas de este país. Porque que cada gobierno que legisla no hace más que empeorar el sistema educativo y, con ello, asfixiar el futuro de las nuevas generaciones. Y a su vez, también, el devenir de España.

Estamos muy acostumbrados a echarle toda la culpa a las familias sobre la educación de los hijos; y eso no quita razón al hecho de que, efectivamente, en el hogar es de donde primero se conciben las actitudes de respeto, convivencia, límites, esfuerzos y superaciones, respeto a la autoridad, el buen trato hacia los mayores, a los animales y al medioambiente…  Aunque el foco donde todo eso puede verse contrarrestado reside en la sociedad, donde la ley social se impone sobre la carga familiar cuando un adolescente toma rienda suelta y acomete sus propias acciones de puertas para afuera. Y ahí, el padre o la madre, ya no conoce al hijo con el que convive bajo el mismo techo, porque ese hijo en casa es una persona y, en la calle o en el corrillo de amigos, es otra persona distinta. Lo que viene a suponer que la sociedad, a veces o casi siempre, pervierte a los jóvenes fuera de sus padres.

No me compete a mí, a estas alturas, decirle a ningún padre o madre lo que han de determinar para sus hijos. Cada mochuelo con su nido. Sin embargo, lejos de aleccionar a progenitores lo que sí puedo decir, acorde a las certezas que compruebo en el horizonte social y educativo, es que de una generación a otra las garantías de tener una inserción laboral, emanciparse de casa de los padres antes de cumplir los 30 años, de poder cotizar a la Seguridad Social en trabajos dignos, sin sufrir la precariedad que afecta a los jóvenes, siendo España el país con mayor tasa de temporalidad juvenil de Europa que roza el 20 % y con grandes dificultades para que muchos jóvenes puedan costearse el alquiler, hacerse una prerrogativa por el futuro de éstos no es nada alentador. Aunque eso puede canalizarse, con buen apremio, en una educación de calidad que capacite a un alumnado para lo que, en este contexto del mundo, exige la responsabilidad de ser un ciudadano de hoy. Y en esa tesitura, obviamente, es crucial el papel del profesorado.

Cuando era más jovencillo tenía fe en los profesores: sabía que su labor era una gestión de valores, un conducto a la razón, a los buenos modales, a los conocimientos prácticos, a la lógica, a la destreza mental, despertar inquietudes, aspiraciones… Conformar proyectos de futuro, en definitiva. Pero luego descubrí que, ante todo, los profesores son humanos; y como tales acumulan frustraciones, recelos, ideologías, fanatismos, fervores cínicos y petulancia en sus creencias. Eso, en muchos casos, es inseparable de la función docente. Pues no todos los profesores saben apartar lo profesional de lo personal; y muchas de las rencillas internas que pululan en su cabeza y en su estado anímico se reflejan en clase. También hay profesores doctrinarios y sectarios, por supuesto. Chusma en un aula incapaz de enfocar la educación de un modo imparcial y respetuoso, sin que el alumnado acabe siendo víctima de su sectarismo, cinismo personal, incontinencia en la gestión emocional, etc. No es que esto sea un estirón de orejas al profesorado, sino al sistema universitario y a las políticas educativas, tan ineptas como putrefactas.

El problema que subyace ahí no sólo repercute en los planes de estudio, y el nivel de éstos; pues el curriculum escolar cada vez es más pobre, más desnutrido y menos exigente. Así que los alumnos terminan su etapa académica con una preparación que en muchos casos deja bastante que desear. Eso determina, por supuesto, su manera de enfrentarse al mundo. Gran parte de los adolescentes de hoy se han acostumbrado a ganarlo todo con pequeño esfuerzo o, en todo caso, con un mínimo de sacrificio. La contrapartida es que antes o después se acabarán llevando una hostia de realidad. Otro de los agravantes que a mi juicio veo en el panorama educativo es la pésima formación del profesorado; carece en buena parte −y sin pluralizar− de mecanismos eficaces para enfrentarse a la gestión del aula; al ambiente que en ella se cuece día a día; a la atmósfera del centro educativo y del barrio donde éste se halle; de las situaciones y circunstancias de las familias; a la desfachatez y sinvergonzonería que atruena a los adolescentes actuales; a la competencia digital y a las exigencias emocionales que, en la mayoría de veces, la misma presión puede con los profesores. Al titular como docentes, emprenden su desarrollo profesional sin la preparación para ello.

Por eso hay que exigir responsabilidades a los poderes públicos y a todos los partidos políticos que en sus funciones compete las leyes educativas y la mejora de la formación del profesorado. De lo contrario, como creo que así está ocurriendo, se configura un modelo educativo infame donde converge la naturaleza de un pésimo alumnado en manos de profesores incompetentes, a los que no se les ha formado con rigor para asumir sus competencias. Y de ahí no puede salir más que una España decadente, tétrica, capaz de tener el control sobre ella misma y hacerse de respetar por el resto de los países de la Unión Europea, como por la apuesta de su renovado porvenir. Pues eso es la educación: el compromiso que adopta todo un país para mejorar sus condiciones de vida y su futuro.

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