El pasado domingo 28 de mayo no sólo estuvo marcado por las elecciones locales y autonómicas, sino también por la muerte de Antonio Gala a los 92 años. Su óbito marca un hito irreversible porque la literatura española pierde a uno de sus pesos pesados. En cuanto a los políticos, quienes hayan ganado o perdido los comicios no deja de ser algo transitorio: se irán unos y vendrán otros y así sucesivamente. Pero el fallecimiento de Antonio Gala no es subsanable porque España no se puede permitir que grandes hombres se marchen. A falta de esas personas que nos inundan de belleza artística, de lucidez o de conocimiento, el mundo es un poco más caótico.  

Antonio Gala fue uno de esos próceres que nos hizo mejores como individuos y como sociedad. Un autor comprometido, sin pelos en la lengua para decir lo que pensaba, y sin necesidad de hacer de su pluma una escaramuza para echar el guante al adversario. Un hombre extremadamente culto, ingenioso, con el don de la palabra y la ternura para conquistar en las distancias cortas. La primera vez que lo descubrí, hace ya muchos años, fue en un programa de televisión cuando apareció con su bastón, corbata azul, pañuelo en el bolsillo de la chaqueta de un traje color carne, y con su característica caballerosidad; el programa versaba de una médium —sospecho que se trataba de un reality demasiado frívolo— y que, por lo visto, no era más que una estafa a sus invitados, donde una señora de rasgos franceses, llamada Anne Germain, vacilaba a Gala hablándole de su madre: una mujer hermosa y tierna, con la que Gala no tuvo buena relación pero aun así sintió el afecto maternal. Al hilo de ello, la engañifa del show también sacaba a la luz la figura de su padre: un médico atareado siempre en su despacho. Escéptico ante lo que escuchaba, con ojos expresivos y sin perder su talante, Antonio Gala se tomó la anécdota por las bravas sin creer, por supuesto, en la patraña del programa.  

Me sedujo desde un primer momento su voz y su elegancia. Al verlo en televisión, le pregunté a mi madre quién era ese hombre. Me dijo que se trataba de un poeta andaluz muy importante; y al día siguiente, fui a la biblioteca municipal de mi pueblo y tomé el préstamo de su novela La regla de tres. Ésta me cautivó por la belleza de su prosa, y añadidamente luego vinieron más lecturas. De modo que he sido un acérrimo lector suyo; lo que significa que para mí ha sido uno de mis principales influyentes para concebir la literatura, su compromiso y dedicación como artesanía de la palabra. Un oficio que hay que ejercer en soledad, pero, por encima de todo ello, con independencia, modestia y libertad creadora.   

 Quien haya tenido el privilegio de conocerlo y de charlar con él habrá experimentado su simpatía avinagrada, su ironía, su agilidad mental, su temple socarrón y genuino, amable, culto, educado y radicalmente sensible. Toda su vida ha estado impregnada de amor: no sólo del amor romántico, sino del cariño de amigos, admiradores, lectores, o incluso el amor de los enemigos. Porque muy pocas personas tienen ese talento para ganarse el respeto y el halago de miles de individuos; y otras personas, sin embargo, parecen que sólo tienen talento para ser odiadas o para ganarse archienemigos. No podría negarse que Antonio Gala cultivó a lo largo de su vida el sentido más profundo de la admiración; aunque no tuvo despecho tampoco en ridiculizar el exceso de halagos o el peloteo.    

Ha dejado un legado que perdurará de forma sempiterna. Y no sólo a lo que a su obra se refiere, sino a sus reflexiones compartidas con Jesús Quintero en ese programa tan mítico llamado Trece noches donde ambos hablaban, socráticamente, acerca de la muerte, de Dios, del amor, del dolor, de la soledad, del dinero, de la política, de la inteligencia, de la sociedad, del ser humano… Al igual que sus muchas otras entrevistas en diferentes medios en las que dilucida las preocupaciones sociales: la riqueza, la pobreza, el destino, el abismo, etc. Y, cómo no, el orgullo más personal que ha tenido tras lograr al fin esa idea que tuvo siempre: la Fundación Antonio Gala. La madre de todos sus hijos y cuyo dilema se asienta en la fecundación cruzada. Cuando yo tenía 25 años, recién publicada mi primera novela, eché la solicitud para ser admitido como residente en dicha fundación, pero al final no fui seleccionado. El caso es que nunca me importó no ser uno de esos jóvenes egresados en ella. Aun así, he mantenido mi absoluta admiración por el maestro Gala —eso de maestro le hubiera parecido una ordinariez—. Su muerte no ha sido un imprevisto; pues él y la Parca se tuteaban, incluso bromeaban a menudo. Tuvo tres muertes clínicas y, además, supo lidiar con el cáncer de colon —de difícil extirpación, como declaró una vez— con ese aguante del padecimiento del dolor. Se sentía cansado de vivir y de acaparar existencia. «Amar es también saber irse», escribió una vez. Y supo irse cuando encontró el momento adecuado. Nunca se quejó por todo aquello que vivió, salvo la muerte de su padre a consecuencia del Alzheimer. Pasó junto a él cuatro meses a su entero cuidado; y al morir éste, tuvo que necesitar terapia de una cura de sueños en Fuentepizarro. A raíz de aquello, su biografía estuvo marcada por la figura de su padre, quien reconoció, cuando Antonio tenía tres años, que el niño iba para escritor.

Ha sido, y será, uno de los mejores escritores de la literatura española por haber cultivado la poesía, el teatro, la novela y guiones para televisión y cine. Tuvo siempre el rigor más sublime, como nadie lo ha hecho hasta ahora, para retratar el alma femenina; y la muestra reside en sus personajes Palmira Gadea, Deyanira Alarcón, Aspasia Martel, Desideria Oliván… Todas ellas con rasgos absolutamente humanos y femeniles. 

No le hizo falta un sillón en la academia ni el Premio Cervantes. Todos sus éxitos, que no fueron pocos, con más de 500 premios literarios, y abrumadoras ovaciones, fueron acompañados de calvarios personales: amores frustrados, muertes de seres queridos, amigos que se quedaron por el camino, su cáncer de colon, sus problemas continuos para conciliar el sueño, la extirpación de la mitad del aparato digestivo, sus dolencias gástricas y la que, probablemente, haya supuesto la más dolorosa de las pérdidas: sus perros. Sus fieles compañeros de viaje, con el cariño especial de Troylo. De ahí surgió su libro de artículos Charlas con Troylo en el que Antonio Gala se desnuda intelectualmente para poner el mundo por bandeja y cantarles las cuarenta a los verdugos y a los idiotas que infectan el mundo, la sociedad y la naturaleza humana.

Toda su vida fue, en definitiva, una entrega de amor, entendido como la perfección del ser humano. Y así vivió don Antonio Gala, el Oscar Wilde español, sin llegar a ser un dandy pero todo un caballero. Y no cualquier caballero, sino el caballero de los bastones. Su obra se consagrará como fuente imprescindible en las letras españolas. Y su voz seguirá sonando para quienes somos sus lectores.

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