Los cambios entre grandes épocas suelen producirse de manera lenta y progresiva. Uno no se acuesta siendo medieval y se levanta humanista. Con el transcurrir de los años, o quizá de las décadas, los valores de la nueva etapa van sustituyendo a los del antiguo período. Así funciona la historia, al menos casi siempre. Incluso en el nacimiento del Romanticismo, un movimiento que proclamaba un rechazo frontal y violento de todo lo anterior, eran muchos los indicios que iban anunciando el cambio de mentalidad. Ahora bien, en este caso la ruptura fue mucho más tajante de lo que había sido nunca hasta ese momento. Tanto que casi podría decirse que el triunfo romántico se produjo en una noche concreta, la del 25 de febrero de 1830, y en un contexto tan inesperado como sorprendente: un teatro.
En la actualidad el teatro suele asociarse a un determinado tipo de público y a unas ciertas normas de etiqueta, pero hasta el siglo XIX, por lo menos, fue un fenómeno de masas donde se cocinaban muchos de los entresijos socioculturales que a día de hoy se cuecen en otros escenarios como la televisión, la prensa o Internet. Solo así se explica, por ejemplo, que en 1849 se produjera en un teatro de Nueva York una batalla campal en la que participaron unas 10.000 personas y que se saldó con varias decenas de muertos, a causa del enfrentamiento entre dos actores rivales que representaban obras de Shakespeare.
Pero volviendo al Romanticismo, lo que pasó en la noche del 25 de febrero de 1830 no fue otra cosa sino el estreno de la obra Hernani de Victor Hugo, un acontecimiento que ha pasado a la historia con el nombre de la «Batalla de Hernani». Aunque esta pieza teatral es hoy una obra escasamente leída o representada, la noche de su estreno está considerada como una de las más importantes en la historia del teatro francés y, por extensión, de la literatura universal. Cierto es que Hugo ya había allanado bastante el camino con la publicación de su «Prefacio a Cromwell», un texto que Théophile Gautier calificó de «tablas de la Ley del Sinaí» y que está considerado como uno de los hitos fundacionales del movimiento romántico.
En aquella época era una práctica habitual que los teatros utilizaran aplaudidores profesionales o claqueros para animar las representaciones. Hugo, que era consciente de la importancia de esa noche, decidió anticiparse a lo que pudiera pasar y se negó a contratar a los aplaudidores del teatro porque dudaba de su lealtad y de su entusiasmo ‒demasiado acostumbrados a aplaudir a clásicos‒. Así que reclutó a sus propios aplaudidores, cómo no, de entre los jóvenes románticos. Muchos de ellos vieron la oportunidad de provocar a la rancia burguesía y ‒por qué no‒ de divertirse un buen rato, así que se vistieron de gala, con el uniforme antiburgués, de pelo largo y desgreñado, barba dejada y ropas desaliñadas y excéntricas ‒eso sí, con un chaleco de color rojo‒. Encima, para colmo, las órdenes que había dado Hugo eran, más que aplaudir, liarla.
Este grupo variopinto de jóvenes fue denominado por Gautier como «el ejército romántico», y entre sus filas contaban con escritores como Balzac, Dumas, Berlioz, Gérard de Nerval o el propio Gautier. Antes del día clave Hugo reunió a los cabecillas y les dio un discurso en el mezclaba estética, política y arenga militar. «La batalla que vamos a llevar a cabo con Hernani es a favor de las ideas de progreso. Es una lucha común. Vamos a combatir contra la vieja literatura […] Es la lucha del viejo y del nuevo mundo, y todos somos Nuevo Mundo», proclamó Hugo.
La primera escaramuza llegó mucho antes de que se abriera el telón. Cientos de partidarios de Hugo fueron al teatro con demasiado tiempo de antelación, trece horas antes del comienzo, y como las puertas permanecieron cerradas se agolparon en la entrada. Muchos de los transeúntes que pasaban frente a ellos y los empleados del teatro desde los balcones les silbaron, e incluso hubo alguno que arrojó verdura. Después de aguantar estoicamente, y una vez dentro, en plena oscuridad, sacaron infinidad de botellas y de bocadillos que habían colado bajo las chaquetas y acamparon como si de un picnic se tratara, colapsando los baños en poco tiempo ‒con el consiguiente olor añadido‒. Hugo, desde detrás del telón, observaba por un agujero a sus cachorros lleno de orgullo.
Por su parte, muchos de los amantes de la estética clásica ‒los aburridos burgueses‒ tampoco quisieron perderse el emblemático estreno, así que también acudieron al teatro, con la más que posible intención de reventar el acto. Hubo silbidos y abucheos por parte de los clásicos, pero los románticos se impusieron en todo momento, de forma que la primera representación se pudo calificar de éxito. La recaudación de la noche superó los 5.000 francos, mientras que la rancia Fedro, representada el día anterior, había llegado a duras penas a escasos 450 francos. Además, se dice que antes de que el estreno hubiera acabado Hugo tenía una oferta de 6.000 francos para editar la obra.
Ahora bien, el enfrentamiento entre clásicos y románticos fue tan brutal, llegando a veces a las manos, que después de tres noches de representaciones el teatro decidió limitar el aforo romántico a cien sillas, a las que se accedía por una entrada lateral. A pesar de ello, el alboroto y el enfrentamiento se mantuvo durante las cuarenta y cinco representaciones que hubo de la obra. Para los actores cada representación era agotadora, ya que tenían que trabajar en un ambiente hostil, entre silbidos, gritos, risas e incesantes interrupciones ‒unas 150 cada noche‒, de manera que a medida que pasaban los días sus intepretaciones eran peores.
Por su parte la prensa, incluso la liberal, se burlaba cada mañana de la obra y de su autor, tachándolo de absurdo, estúpido, falso, grandilocuente, pretencioso o extravagante. Eso sí, en esos días no se hablaba de otro tema en París. Durante los meses siguientes muchos teatros se divirtieron estrenando parodias que ridiculizaban la obra de Hugo e incluso un joven fue asesinado en un duelo por defender el infame drama. Finalmente, cuatro meses después del estreno, las representaciones se interrumpieron de forma definitiva.
Es cierto que a medida que las representaciones de Hernani se sucedían el éxito inicial acabó disipándose y convirtiéndose en burla. Incluso a Victor Hugo, que se dio cuenta de esto, le asaltaron las dudas, como dejó por escrito en sus diarios. Sin embargo, ya con cierta perspectiva, es posible decir sin miedo a equivocarse que Hernani consagró a Victor Hugo como líder del movimiento romántico y como uno de los grandes personajes de la historia de Francia. No es de extrañar que a su espectacular entierro acudieran decenas de miles de personas y que fuera sepultado en el Pateón con todos los honores.
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