Sordidez, cinismo, sexo duro y sucio, mugre, calles desechas y un sistema político y social al borde del colapso: ese es el escenario al que nos enfrentamos junto a Pedro Juan Gutiérrez con su Trilogía sucia de La Habana.
Más que una novela, se trata de tres libros de cuentos compilados en uno solo. Pero creo que debido a sus personajes recurrentes y sus escenarios comunes, se le asocia más con el concepto de novela, aunque se trate de una bastante poco convencional. Una novela, digamos, sin principio ni final, repleta de momentos dramáticos que no están necesariamente conectados más que por el personaje/alterego del autor: Pedrojuan.
Sobre este complejo personaje en realidad sabemos poco: que fue periodista; que es una persona bastante culta a pesar de las circunstancias; que ha tenido por lo menos un hijo; y que, en algún momento de la crisis económica de Cuba, apostató a esa vida clasemediera con ínfulas burguesas para tirarse de lleno a las calles, a los barrios bajos y peligrosos y a los oficios que casi siempre rayan en lo inmoral e ilegal.
También sabemos, desde las primeras líneas, que el espíritu de Bukowski está presente a lo largo de todo el libro. Incluso el más despistado de los lectores habrá sentido esa presencia desde las primeras líneas. Porque se yergue. La presencia de Hank es pastosa, densa; casi podemos escuchar su forma tan grosera y enfática de gritar. Entre líneas se asoman sus gestos de viejo indecente, contando con holgura alguna malograda pericia sexual. Pedro Juan toma prestada esas características, pero las aterriza en un plano más tropical y, aunque suene difícil de creer, más lumpen.
Gutiérrez y Bukowski comparten esa forma desencarnada de escribir; esos sueños húmedos por escandalizarnos con cada párrafo… y sus razones tendrán. De hecho, tenemos que admitir que en estos tiempos no se puede escribir con suavidad. Dice un rapero mexicano que decir la verdad nunca fue un trabajo decente. Pedrojuan dice casi lo mismo:
«En tiempos tan desgarradores no se puede escribir suavemente. Sin delicadezas a nuestro alrededor, imposible fabricar textos exquisitos. Escribo para pinchar un poco y obligar a otros a oler la mierda. Hay que bajar el hocico al piso y oler la mierda. Así aterrorizo a los cobardes y jodo a los que gustan amordazar a quienes podemos hablar».
Pero a medida que uno va a avanzando en la novela, la voz del viejo Chinaski se va quedando corta, se va perdiendo.¿Por qué? Porque en la Trilogía sucia de la Habana, el cubano hace suyo ese estilo y lo moldea a su gusto, achicándolo o agrandándolo, superando en buena medida al modelo original, no solo en su calidad literaria sino también en la multiplicidad de delicadezas, registros anecdóticos y, lo que creo más importante, en su calidad de sensatez y sentido común.
Digamos, en su calidad humana.
Cosa curiosa: Pedro Juan, a diferencia del viejo Buk, no es pesimista, en esto quizás se le parezca más al enano tamborilero de la novela de Günter Grass: pese a todo, hay en el fondo un arraigo a la vida que es inspirador y aterrador a la vez.
Está rodeado de porquería, está viendo cómo se deteriora cada día más la sociedad en todos los ámbitos posibles; atestigua con qué velocidad gana terreno la decadencia, cómo se destruye de a poco el alma de los cubanos y, por si fuera poco, cómo a nadie parece importarle. Y sin embargo, Pedro Juan no piensa que todo está perdido, solo busca un pedazo de fiesta donde bailar, emborracharse y «templar» un poco.
«Eso es lo que todos buscamos cada día: no desperdiciar en soledad nuestra vida, encontrar a alguien, entregamos un poco, evitar la rutina, disfrutar nuestro pedazo de la fiesta».
Por eso insisto en lo de la calidad humana que sobresale de la Trilogía sucia de La Habana, en el profundo sentido común que parece constituirse en el único hilo salvador de la cordura en ese oasis de mierda.
Por suerte, los oficios de Pedrojuan (el alterego, no el autor) le han capacitado para vivir ahí, en ese edificio a punto de derrumbarse cerca del Malecón habanero; con una mujer que “jinetea” para comer; con un hacinamiento del 200 %; con un inodoro exudando orina y heces a todas horas; ron barato y esporádicos porros de marihuana.
Pedrojuan pertenece a la estirpe de los revolcadores de mierda: una raza a la que debemos muchísimo, un trabajo del que ni siquiera Bukowski pudo salir indemne.
«Ése es mi oficio: revolcador de mierda. A nadie le gusta. ¿No se tapan la nariz cuando pasa el camión colector de basura? ¿No esconden al fondo las cubetas de los desperdicios? ¿No ignoran a los barrenderos en las calles, a los sepultureros, a los limpiadores de fosas? ¿No se asquean cuando escuchan la palabra carroña? Por eso tampoco me sonríen y miran a otro lado cuando me ven. Soy un revolcador de mierda. Y no es que busque algo entre la mierda. Generalmente no encuentro nada. No puedo decirles: «Oh, miren, encontré un brillante entre la mierda, o encontré una buena idea entre la mierda, o encontré algo hermoso». No es así. Nada busco y nada encuentro. Por tanto, no puedo demostrar que soy un tipo pragmático y socialmente útil. Sólo hago como los niños: cagan y después juegan con su propia mierda, la huelen, se la comen, y se divierten hasta que llega mamá, los saca de la mierda, los baña, los perfuma, y les advierte que eso no se puede hacer. Eso es todo. No me interesa lo decorativo, ni lo hermoso, ni lo dulce, ni lo delicioso».
En tiempos revueltos, quizás el trabajo más digno sea el de ellos.
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