Porque la palabra de la cruz es locura a los que se pierden; pero a los que se salvan, esto es, a nosotros, es poder de Dios.

 Pues está escrito:

 Destruiré la sabiduría de los sabios,

 Y desecharé el entendimiento de los entendidos.

¿Dónde está el sabio? ¿Dónde está el escriba? ¿Dónde está el disputador de este siglo? ¿No ha enloquecido Dios la sabiduría del mundo?

1 Carta a los Corintios

Ha vuelto a ocurrir una vez más, de nuevo lo mismo, idéntica circunstancia, un presente mimetizado con un pasado no tan lejano.

El encuentro con una fotografía extraviada, a la que nadie prestaba atención, daguerrotipo siniestro, histrión de un tiempo perdido pero recobrado in excelsis.

Se trata de un instante, un eón aislado pero purificado, porque aún sigue manteniendo incólume el anverso grisáceo de la vida, su patético realismo elaborado a pedazos, a jirones de un dolor tan crónico como elemental. Es la imagen de una niña, que arropada con una manta al modo de mortaja silenciosa, se mantiene sentada sobre las pudebundas escaleras del metro, con su cabeza recostada sobre un muro mugriento, una pared dispuesta por el mismísimo Dante y que abre el paso a un averno insondable, el mismo al que fueran arrastrados Eurídice, Ulises, Eneas o Hécate.

Un manchón diablesco recubre parte de su superficie, es como si estuviera esperando el reposo inconsciente e inerme de la niña, para así poder poseerla, cohabitarla y abducirla para sus adentros. ¿Qué más da?, se preguntan los habitantes del tártaro, si en definitiva, ella ya vive en un pródigo y fiel infierno, el de su propia vida, la de una zombi filosófica y existencial.

El autor de la fotografía nos cuenta:

Realicé la fotografía en el día de Nochebuena del año 1929,sobre las tres de la madrugada, en la escalera de la boca de metro de Puerta del Sol. Era una chiquilla de quince años que dormía tiritando de frío cuando el fogonazo del magnesio la despertó, y es entonces cuando me contó que estaba rendida de pedir limosna para así poder mantener a su madre enferma.

La mendicidad es un mal endémico de la sociedad, y para realizar su estudio procede, al igual que cuando un médico aprecia el estado patológico de un individuo, remontarse a analizar los orígenes que motivaron aquella anormalidad, confirmando el axioma de que «no hay efecto sin causa». 

Esto es lo que nos decía, allá por el año de 1924 «la memoria sobre la mendicidad en Madrid». Resulta, cuando menos sorprendente, el expreso reconocimiento de que el fenómeno de la mendicidad es un mal endémico, que supone una anormalidad en el devenir de las sociedades presuntamente civilizadas y organizadas bajo premisas de equidad y justicia, y que para poder alcanzar una solución para tal disfunción es necesario retrotraerse a las raíces del mal, a las causas originales que provocan tales efectos de degradación y perversión de la vida cotidiana.

«Nam semper pauperes habétis vobiscum». Siempre habrá pobres entre vosotros, dice la escritura, y más concretamente el evangelio de San Mateo  en su capítulo XXVI, versículo 11.

Esta idea la recogieron muy hábilmente, ya desde tiempos del feudalismo, aquellos que nos quieren someter, bajo su tiranía, a un eterno estado de lumpen. Y siendo esto así, para mayor humillación, nos dicen que hay que convenir que la pobreza es ley, que es un hecho, una realidad insoslayable que no es posible cambiar, redimir o darle la vuelta, que la pobreza es relativa al ambiente de prosperidad de la generalidad, y que forma, en definitiva, parte del orden natural de las cosas.

Pero los que afirman esto, no se dan cuenta de que parten de una falsa premisa, dado que el capítulo 26,versiculo 11 del evangelio de San Mateo no se está refiriendo a la pobreza estrictamente material, sino a la pobreza espiritual y moral.

La miseria -nos sigue diciendo el autor de la memoria sobre la mendicidad- degrada al hombre física y moralmente. La miseria es una de las más perniciosas enfermedades que puede atacar al cuerpo social. Es la natural y última consecuencia de toda violación grave y persistente de las leyes que ha fundado la divinidad en el orden de la vida humana.

El economista Chevalier clasificó, en su momento, las causas que según él provocaban la miseria, y por consiguiente, la mendicidad, en tres:

1-El estado general de la sociedad

2-Accidentes,ora con respecto a la generalidad, ora a los particulares.

3-Imputables al individuo  por su negligencia.

Pero yo voy a dejar a un lado la habitual pontificación que los economistas suelen hacer cómodamente desde sus despachos, y me voy a detener en la primera causa de las tres mencionadas, «el estado general de la sociedad».

Éste estado general de la sociedad, el de la organización feudal, pre-capitalista y post-capitalista, produce por sí mismo lo que conocemos como «pauperismo». Será en Inglaterra donde se adopte por primera vez el término pauperismo, porque en contra de lo que podamos creer, y de forma paradójica, la Revolución Industrial no supuso un avance económico, de calidad de vida, de felicidad y bienestar de todos los miembros de la sociedad en forma justa y equitativa; por contra, trajo consigo el empobrecimiento de grandes masas procedentes del mundo rural y que anteriormente, jamás se habían visto tan depauperados en lo material. Se deduce de ello, que en ningún caso el protocapitalismo significó un avance social en ninguno de sus aspectos, en ninguno de sus frentes o necesidades reales, por el contrario, introdujo para siempre la enfermedad social del lumpemproletariado.

En la ya mencionada «memoria de la mendicidad» se maneja un concepto, el de «enfermos de la voluntad». El hombre es un ser vital ; pero lo más vital de su vida es la voluntad, motor autónomo y único que mueve a otros y se mueve a sí mismo  con toda independencia de toda causa segunda. Faltando este motor toda la voluntad se derrumba.

Cuando las personas, – nos sigue indicando la susodicha memoria-, se tornan abúlicas y enfermas de voluntad, ante la primera contrariedad que se les presente en la vida, se acobardarán y se abandonarán a la mendicidad, faltos de energía y determinación en la dura lucha por la existencia.

Ni que decir tiene, que yo no comparto las reflexiones, y menos aún, las conclusiones a las que pretende llegar la referida «memoria» sobre la mendicidad. Es muy posible que esa enfermedad de la voluntad a la que hace alusión, pueda darse por cierta o por plausible, pero no es menos cierto que, habría que preguntarse cual es el verdadero origen, causa o raíz de esa patología de la voluntad, y que de seguro, en mayor o menor medida todo ser humano es proclive a padecer en algún momento de su vida.

La enfermedad de la voluntad no puede ni debe atribuirse en ningún caso a una causa endógena, es más, yo me atrevería a buscar sus raíces en la siempre desconchada y desequilibrada estructura económica y social, que todo lo fía al mérito propio allí donde escasean las oportunidades.

En estos momentos, mi pensamiento es asaltado por aquel conocido apotegma de «sólo el pueblo salva al pueblo», ¿pero se puede saber dónde está el pueblo?, ¿en qué oscuro redil se encuentra agazapado?, ¿cómo podemos hablar de pueblo si la sociedad civil española es inexistente o se mantiene arredrada en la más espesa de las cobardías, es pueril, inculta o incapaz?.

Miren de nuevo la fotografía, cualquiera de nosotros puede ser esa niña de cabeza recostada y rostro de géiser azulado por el frío de la desesperanza. Todos nosotros, sin excepción, venimos de ahí, y por tanto, ahí volveremos porque la muerte es un proceso de desposesión absoluta, de desnudez devastadora.

Esos precisos instantes en los que el fotógrafo pulsó el interruptor y el magnesio explosionó en un haz de luz mortecina, extrañamente artificiosa, nos revelan un hito universal que no es otro que nuestra fragilidad existencial y nuestra indefensión ante el espejo del destino y ante la muerte.

La niña se despertó, le contó su historia, y aún hoy en día seguimos sin creerla, nos han hecho pensar que somos los únicos responsables de nuestro devenir, que podemos y debemos salvarnos a nosotros mismos, nihil novum sub sole.

Nada nuevo hay bajo el sol cuando nos siguen imponiendo la ideología meritocrática, falsa, mentirosa, bulímica en lo intelectual y pretenciosa. Todo el mundo sabe, a través de la experiencia, que hay determinados momentos en la vida en los que de nada sirven el mérito, la voluntad o la inteligencia.

Existen y cada poco se dan muy particulares circunstancias, en las que necesitamos del otro desesperadamente.

En el año en el que se realizó la fotografía a la que he venido haciendo referencia, 1929, regía en España una de tantas dictaduras militares, en este caso la que tenía al frente al capitán general de Cataluña, Miguel Primo de Rivera. Esta dictadura sufría de oligofrenia patriótica, es decir, falso patriotismo, histriónica y degenerada visión de las prioridades de un país, y esta miopía hipertrofiada había contribuido a ingentes y millonarios gastos en la guerra de Marruecos contra una etnia bereber que habitaba en el Rif, al norte de la nación magrebí.

Hallaremos lógico entonces, que las arcas del estado se desangraran y permanecieran vacías a la hora de atender las verdaderas necesidades de un pueblo que se debatía en un feudalismo de señoritos y braceros,caciques pueblerinos y gordos y rechonchos milicos abotonados hasta la nuez.

En resumen, una España cateta, caciquil, militarizada y sobre todo, mísera, demasiado mísera como para que nos demos cuenta de ello hasta que el fusilamiento y la instantánea de una cámara fotográfica nos devuelva a la realidad.

Navidad de 1929,una niña agoniza sin saberlo a las puertas del metro, los verdugos son sus propios congéneres que desprovistos de la humanidad que se les presupone, miran en dirección opuesta, justificándose por los méritos que nunca tuvieron.

Como conclusión, siempre merece la pena recordar estas palabras de Pierre Joseph Proudhon, que creo yo, nos devuelven a nuestro sitio. «Todos los hombres, en efecto, creen y sienten que la igualdad de condiciones es idéntica a la igualdad de derechos: que propiedad y robo son términos sinónimos ; que toda preeminencia social otorgada, o mejor dicho, usurpada sopretexto de superioridad de talento y de servicio, es iniquidad y latrocinio: todos los hombres, afirmo yo, poseen estas verdades en la intimidad de su alma; se trata simplemente de hacer que las adviertan.

Desde que era un imberbe adolescente he intuido que las bases y las creencias sobre las que se asienta la civilización occidental son, en pocas palabras, una farsa, que el mérito del que se presume es en realidad nepotismo, que la tan cacareada eficacia capitalista, se torna por momentos, en caos, negligencia e inmoralidad política, que el diseño inteligente de la sociedad se queda raquítico y como un triste espantajo.

Utopía es la esperanza, utopía es el futuro, utopía es lo que trasciende a la historia y a todo mal que el prójimo intente provocarnos.

Utopia es la palabra, el fundamento, la creencia…..

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